domingo, 25 de mayo de 2008

Una comedia de errores para acrofobicas desafortunadas

Creo que el primer error, en una cadena interminable de errores, fue irme con Nathalia y con Andrea de paseo a San Gil, Santander, a hacer “deportes extremos”. Yo sabía desde antes que el deporte más extremo que había hecho era botarme del columpio cuando era chiquita, y ni siquiera, porque siempre me daba mucho miedo no atinarle a la arenera y prefería charlarme a mis amiguitos y decirles que dejaba la acrobacia, que ellos hacían tan naturalmente, para después. El segundo error fue descubrir el verdadero espíritu aventurero de mis amigas tan tarde. Por un lado, yo pensaba que al primer aviso de rumba la carreta del rafting y del parapente se les iba a olvidar y si eso no funcionaba pues me inventaba una vieja herida de guerra, una alergia a los zancudos o una intolerancia a la pepitoria y confiaba que cualquiera de esas excusas me iba a zafar de caminatas, baños en el río o escaladas de montaña.

El tercer desacierto fue no pensar dos veces que, de pronto, esa idea extraña que se me había ocurrido apenas llegué a Santander de bajar una piedra de ochenta metros colgada de una pita no iba a ser del todo de mi agrado. Yo que toda la vida le he tenido miedo a las alturas, que sudo pasando un puente peatonal, que habilité educación física en el colegio porque el examen final era escalar una malla de cincuenta centímetros de alto quería “seguir mis instintos” y aventurarme a hacer rappel.

Sospeché que algo iba a salir mal cuando llegamos a una parte del sendero y el instructor nos señaló unas varas metálicas fijadas a una roca que hacían las veces de escalera. “No hay forma de que yo baje por ahí. No hay forma,” fue lo único que atiné a decirle a mis compañeras, mientras ellas bajaban las barritas totalmente relajadas, como si estuvieran bajando escaleras eléctricas. “Mujer, vamos, no seas remilgada.”Y yo, no, no hay forma. Ahí les expresé el pensamiento más sensato que he tenido en toda mi vida; una cuasi epifanía: “Si me estoy cagando del susto pensando solamente en bajar esas barritas, ¿cómo pretenden que me bote desde una altura de 80 metros sólo cogida de un arnés?”

En ese momento, ese “carpe diem” que se había callado en mi cabeza se despertó en las mentes de Nathalia, de Andrea y de los dos instructores que entre risas me decían no mona, no se preocupe, eso no es nada. Paralizada, me mantuve firme en mi negativa hasta que uno de los instructores me confesó, casi en secreto, que nos encontrábamos a dos horas de la carretera, que no me podía devolver sola y que él y su compañero necesitaban hacer el descenso del rappel porque era un atajo para la carretera. Me transformé en una especie de Robinson Crusoe feminista y le dije que no había problema, que yo podía devolverme sola, que a mí como mujer independiente ninguna montaña me quedaba grande y mucho menos ninguna carretera abandonada en medio de la nada. De repente, el instructor, en un afán por preservar mi vida y tal vez por evitar demandas y escándalos, me dijo las ocho palabras más falsas que alguien ha podido pronunciar: “No se preocupe. Uno siempre puede vencer sus miedos.”

El cuarto error fue escucharlo.

El quinto desatino fue pensar que cuando el hombre me decía que, para mi tranquilidad, íbamos a bajar juntos significaba que íbamos a bajar los dos por la misma cuerda, como si yo fuera un bebé canguro. En ese momento yo me desentendí de cualquier recomendación de seguridad y de cualquier instrucción de manejo de equipo (sexto, séptimo, octavo y noveno error) y me imaginaba haciendo mi descenso triunfal, abrazada a este hombre, pensando que por fin había vencido mi miedo. Para el instructor, bajar juntos era un sinónimo de bajar simultáneamente: él por la cuerda izquierda y yo por la derecha.

Cuando finalmente entendí esto, me encontraba de espaldas, al borde de una piedra inmensa, ochenta metros arriba del suelo, con las rodillas temblando y completamente confundida. El instructor encargado del descenso estaba esperando a que mi espíritu aventurero aflorara y comenzó a indicarme cómo debía iniciar la bajada. La primera instrucción fue descabellada. El hombre quería que yo apoyara mis pies en el borde de la roca y que arqueara mi espalda mientras hacia una sentadilla en el aire. Todo esto de frente a la piedra, de espaldas al mundo, y confiando que la cuerda no se rompiera mientras hacía esta hazaña. La idea era que mis piernas estuvieran siempre apoyadas y que mi cuerpo formara una especie de “L” en donde el soporte se encontraba en las plantas de mis pies, que debían descender paralelas a la peña, mientras que mi torso y mi cabeza gravitaban en la nada, supongo que para disfrutar el paisaje.

El instructor que “bajaba conmigo” sólo me decía “eso dele cuerda mona, dele cuerda” asumiendo que yo entendía ese extraño arte del dar cuerda. Mientras hacía la sentadilla en el aire, intentaba acordarme del Padre Nuestro que no rezo desde hace quince años y decía hueputa, hueputa, hueputa como mantra, este hombre pretendía que yo abriera y cerrara mi mano derecha, la que sostenía la cuerda que me sostenía al mundo, y que la dejara deslizar para que el mosquetón pudiera correr y cargar mi peso a lo largo del lazo. ¿Cómo explicarle que bajo ninguna circunstancia las leyes de la física iban a permitir esto?

Décimo error: intentar dar cuerda.

Entre golpes de mi cuerpo contra la piedra, resbalones y espasmos paralizantes logré descender la primera etapa. Algo así como unos cuarenta metros. Pero, como dice la propaganda del shampoo, “cuando uno está enredado está enredado”. En ese momento, un mechón de pelo que se salía por el casco se enredó en el mosquetón y, literalmente, quede colgada de las mechas. Esto ya no fue un error, fue un impasse doloroso. Para este punto, yo era un solo alarido. No sabía que era peor, si la sensación de pánico o ese agudo dolor de cabeza. Los instructores al ver la situación tan ridícula no sabían si reírse o llorar conmigo. Finalmente el que se encontraba arriba bajó por mi misma cuerda, engarzó su arnés al mío y entre risas me decía “ya monita, ya le traje la tijera.” Yo sólo asentía entre sollozos y me imaginaba en Bogotá intentado explicarle a mis papás, quienes se habían reído como locos el día que les conté la idea de irme a aventurarme con los “deportes extremos”, el por qué llegaba a mi casa de vacaciones medio calva.

-Tranquilo, corte lo que tenga que cortar. Yo sólo me quiero bajar ya.

-No mi monis, fresca. Era un chiste. Eso se desenreda solo.

Ya no pude hacer nada más sino reírme con el instructor del absurdo, al cual yo solita me había llevado, e intentar seguir bajando, no de manera diestra, sino de una forma más torpe, pegándome aún más con las rocas y resbalando mis piernas temblorosas que no podían sostenerse sobre la piedra.

Cuando llegué a la etapa final, unos cinco metros arriba del suelo, mis amigas entre vivas y gritos de “sí se puede”, me recibían con una sonrisa inmensa. Tenían la expresión de orgullo más grande que he visto.

-Glori, sonriéle a la cámara. Tómate la foto de la victoria. ¡Superaste tu miedo!

-Ojalá la montaña se les caiga encima ¿En qué andan pensando? ¿Es que no escuchaban mis gritos? Me llegan a tomar una foto y yo las mato, perras. Las mato.

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